Si visita este blog por PRIMERA VEZ, le recomendamos leer EN PRIMER LUGAR Empezando por el principio.


viernes, 23 de agosto de 2013

Los Privilegiados

Pocas veces estará más justificado el uso de la mayúscula, porque mayúsculo me parece el cambio acontecido en el limitado espacio temporal de tres generaciones y mayúscula me parece también la diferencia entre la calidad –entendida en su sentido más amplio– de mi particular existencia y la que les ha tocado vivir a las generaciones anterior y posterior. En cuanto al plural, al margen del alcance local y personal de estas reflexiones, puntualizar que se debe a mi impresión de que, sin entrar en detalles particulares, el fondo de lo que aquí se expresa puede ser suscrito por más de una persona. Y si no es así, tómese como un cuento o un ensayo con todas las licencias literarias admisibles y la típica salvaguarda de que todos los hechos descritos son ficticios y no responden a realidad alguna.

Generación -1 (perdedores)
Su nacimiento se sitúa en el entorno de la primera Guerra Mundial (1914-1918), hecho quizá premonitorio que marca su juventud consumida –nunca mejor dicho– en una sangrante y fratricida guerra civil que, a los del bando perdedor –te tocaba donde te tocaba–, les lleva, en emigración forzada, a refugiarse en Francia, donde les hacinan en campos de concentración en las playas de Argelès (hoy, Argelès-sur-Mer, villa turística) donde, quizá por ahorro de costes, las alambradas estaban sustituídas por simples postes enfilados por las ametralladoras de «los senegaleses». Obviamos detalles de la estancia y regreso –darían para una buena novela–, pero lo que no podemos obviar es la justificada calificación de «juventud perdida», no sé si cualitativamente mejor o peor que la de la juventud actual, pero me permitirán que la califique, benévolamente, de «distinta».
Saltamos a la madurez, donde lo más destacable es renacer desde menos que cero (sanbenito de «rojo», racionamiento, etc., etc.), encontrar un trabajo –en muchos casos, precursor de los actuales «autónomos»–, formar una familia –el papel de las madres se circunscribía al tópico «sus labores»–, dar formación a sus hijos y trabajar, trabajar duro y muchas horas, cada uno –padre y madre (ésta, todas las horas)– en los papeles que les había tocado vivir.
De la vejez, destacar solamente la vulneración del proverbial comportamiento con el que se etiqueta a todo anciano digno de tal nombre: contar «batallitas». Y no sería por falta de ellas. Nada de eso. Su discurso recurrente era «no permitáis que esto se repita». Estaban tan cansados que no les quedaba resuello ni para el afán de revancha. Perdieron casi todo –no sólo la guerra– y punto. En su momento –sólo una vez–, cuando creyeron que sus hijos estaban preparados, contaron hechos ciertos –vívidos y vividos– y esto fue todo. Después, en silencio, sin lamentaciones, se marcharon y, en muchos casos, sin percibir atisbo alguno de gratitud, con la decepcionante impresión de que su existencia había sido estéril. Esto, que nos puede parecer normal –sólo apreciamos lo que teníamos cuando nos falta–, resulta especialmente sangrante en esta generación de perdedores, si aceptamos el hecho incontrovertible de que son los responsables físicos de la siguiente generación, la del autor.

Generación 0 (privilegiados)
Existieron... De verdad.
Nace en el entorno del fin de la segunda Guerra Mundial (1945), bomba atómica incluida. Piso de 40 m2 (comedor, 2 habitaciones sin baño), disciplina paterna –algún cachete, de vez en cuando–, juguetes de fabricación propia (cajas de zapatos, pinzas de tender la ropa, botes de ColaCao), pollo y cava sólo en Navidad, colegio de pago –con palmetazos en el culo y lanzamiento de reglas–, primaria, secundaria, trabajar (y fumar) desde los catorce años –se empezaba de pinche–, formación profesional –también nos cansábamos de estudiar–, ingeniería, correr delante de los grises, servicio militar –experiencia absolutamente gratificante–, dos canales de TV, cambio de trabajo cuando querías, camping y relaciones internacionales en la Costa Brava, fiestas y verbenas domiciliarias, montones de clubs con música en vivo, los Beatles, matrimonio –era ya habitual el trabajo femenino–, emancipación, piso de alquiler, hipoteca, piso propio, un 600, buenos empleos, tres hijos, asistir a su crecimiento y evolución sin demasiados tropiezos, cambios de coche y de piso, vida laboral continuada –51 años de cotización sin bajas–, matrimonio estable –con sus más y sus menos, como todos–, jubilación con pensión –escasa, pero real–. ¿Es una película? No. Es la descripción de la vulgar y vegetativa existencia de un miembro de la generación de los «privilegiados». Quizá algo sesgada, pero lo escrito, fue y está siendo. Lo no escrito –lo malo, que lo hubo– también, pero no resulta relevante para el tema que nos ocupa. Lo único relevante es que si un miembro de esta privilegiada generación se queja, deberíamos meterle en la máquina del tiempo y ponerle en la playa de Argelès con «los senegaleses» o en el Alto de Los Leones guardándose una bala en previsión de la llegada de «los moros». Por cierto, cómo cambian los tiempos. Antes mercenarios o súbditos coloniales y ahora aspiran a participar de nuestro «paraíso».

Generación +1 (???)
Lo fácil es recurrir a lo que no teníamos (ni falta que nos hacía): paro, fracaso escolar, consumismo, playstations, tablets, teléfonos móviles, internet, redes sociales, botellones, deportivas de marca, cientos de canales de TV, AVE, líneas aéreas low-cost, etc., etc. Pero, indudablemente, el problema es mucho más complejo que lo que les sobra y les falta y excede del limitado espacio de una entrada de blog. En qué medida la responsabilidad de lo que les sucede es achacable a la generación de los «privilegiados» es difícil de establecer, pero una parte alícuota, no pequeña, nos corresponde. Muchos de los actuales políticos corruptos e incompetentes pertenecen a esta generación –la nuestra– y poco se puede esperar de su ejemplo (como se demuestra con sus retoños). Estos políticos han dilapidado el crédito y las expectativas con las que se inició la transición y han conseguido el desapego de la política y el adocenamiento de gran parte de la población, así como el abandono de la cultura del esfuerzo que aprendimos de nuestros padres, los «perdedores». Pero ahora, lo que tenga que llegar, depende de los descendientes de los «privilegiados». Es su responsabilidad. Difícil camino, no envidiable. Hasta donde llega mi conocimiento, muchos, en una suerte de suicidio generacional, han decidido no contribuir a la Generación +2. Les comprendo. Es una postura ética racional y perfectamente defendible. Yo, hoy, en su caso, hubiera hecho lo mismo.

Nota: Antes de que los héroes de salón o los fundamentalistas de la memoria histórica me adviertan de la falta de referencias a la dictadura –o la dictablanda que conocí–, les diré que es deliberada. Y es así, en memoria y honor de mi progenitor, un perdedor que me enseñó a afrontar la vida tal como llega, y el hecho de que a nuestra generación nos haya llegado de cara no es culpa nuestra. Nadie que no haya vivido –o conocido de primera mano– los acontecimientos relatados está en condiciones de criticarlos. Ni de opinar siquiera. Sobre todo los defensores de la manida y recurrente frase «mejor morir de pie que vivir de rodillas». Que piensen en la enorme cantidad de mujeres-madres-perdedoras (quizá las suyas) que así fregaban el suelo. Porque no había otra forma. Y había que hacerlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario